La sociedad guatemalteca históricamente se ha caracterizado por engendrar, reproducir y consentir socialmente ciertos flagelos sistémicos que en el espacio-tiempo de nuestra historia social han mermado los cimientos de la institucionalidad democrática del Estado; flagelos que como el nepotismo, caudillismo, corrupción, burocratización y clientelismo se han convertido en las prácticas sociales y “políticamente viables” para el funcionamiento fáctico, inequitativo, amoral y pseudo político de un sistema que opera a través de los fallos, intencionalidad sectorial y reacomodamientos del diseño institucional del Estado-Nacional guatemalteco.
Esta reconfiguración institucional, desemboca inequívocamente en la construcción positivista en el imaginario colectivo del metarelato de la justicia, éste entendido como aquel escenario aspiracionista ciudadano en donde se respeta y reconoce formalmente la institucionalidad jurídica del país, el imperio de la ley, principio de legalidad y el Estado de Derecho liberal, elementos inherentes de la democracia representativa que efectivamente en el contexto guatemalteco no son aplicables política ni empíricamente comprobables; ya que la cuestión del acceso y administración de la “justicia” aún se dirimen en los vericuetos clientelares del inframundo de los honoratiores, los cuales han instalado un entramado complejo, rentable y funcional de “redes de lo político”, que a través de la manipulación mediática, componendas políticas, exenciones fiscales, linaje, extracción de rentas, deformación del aparato legal, especulación del mercado y discrecionalidad han logrado erigir una maquinaria política híbrida integrada por operadores administrativos y funcionarios de Gobierno, empresarios, militares, profesionales y ciudadanos que tienen como finalidad última: mantener el status quo y establishment, a través del blindaje normativo de las acciones y decisiones de sus integrantes provocando una cultura institucional de caos, desorden y anomia, que indudablemente favorece la incursión de nuevos actores y manifestaciones extra sistémicas como el narcotráfico, crimen organizado y hasta las propias comunidades que utilizan el recurso del linchamiento como un acto de impartir justicia por sus propias manos, poniendo en tela de juicio y sopesando el debate sobre la reforma política del Estado y sus instituciones.
Las implicancias sociales de esta cultura de impunidad son de variada índole, pudiendo resaltar la debilidad de la institucionalidad democrática del Estado -partidos políticos, organizaciones sociales, Universidades, sindicatos, entre otros-, la cultura de la violencia sistemática y paraestatal, erosión de la moral humana y ética política, reconstrucción del paradigma de la democracia tutelada, la reificación del sujeto social que con mayor regularidad interpreta la impunidad como actos “socialmente aceptados y normales” de nuestra Administración Pública favoreciendo la consolidación de una cultura de apatía, indiferencia y asimilacionismo ciudadano frente a las problemáticas estructurales de país en donde la impunidad campea y penetra las ya amorfas y agonizantes instituciones políticas y sociales del país.
Para contextualizar y ejemplificar el análisis sobre el metarelato de la justicia y el inframundo de la impunidad en Guatemala, tomaremos uno de los casos más paradigmáticos de nuestra historia política contemporánea: el Caso Gerardi que busca dilucidar el asesinato del Obispo Juan José Gerardi Conedera ocurrido en 1998 luego de la presentación del informe de Recuperación de la Memoria Histórica -REMHI-, caso que todos sabemos se ha visto entrampado por las artimañas judiciales, intimidaciones y amenazas, campañas de desinformación, presentación de pruebas falsas y compra de voluntades jurídico-políticas para favorecer el enquistamiento institucional de la impunidad, al otorgar recientemente los tribunales de justicia guatemaltecos la redención de pena y la consiguiente libertad anticipada del coronel Byron Disrael Lima Estrada, por supuestos “actos de buena conducta y laboriosidad dentro del penal”. Lima Estrada fue condenado a veinte años de prisión al ser responsabilizado de ser coautor de la ejecución extrajudicial del Obispo Gerardi, hecho que nuevamente indigna y pisotea la alicaída democracia guatemalteca, en donde nuevamente las “redes de lo político” y los honoratiores logran violentar el respeto y reconocimiento de los derechos humanos, retorcer el incipiente y mal encarnado Estado de Derecho, consolidar una cultura de impunidad que se ha institucionalizado en el aparato público haciéndola una práctica social recurrente en la real politik, cooptando y redefiniendo actores políticos, entidades gubernamentales, ideologías y decisiones distanciándonos más del imaginario social de la justicia convirtiéndola en un metarelato, cristalizado en discursos institucionales y fetiches de poder retórico, pero que difícilmente se traducirán en prácticas colectivas en nuestro resquebrajado y falente sistema político.
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